Para algunas personas, la vida es una secuencia de aventuras. Mis experiencias son las de cualquier joven de carácter volátil, moral distraída e impulsos arrebatados. Mi particular y ambigua secuencia comprende locuras como: Saltar al mar desde la mayor altura posible, surfear las olas más grandes que mis pelotas puedan soportar sin ser vomitadas, escalar rocas en las cuales la principal sensación a lo largo de la ruta sean las famosísimas 'ñañaras' y por algún tiempo, también me empeñé en probar la mayor variedad de drogas posible, entre algunas otras curiosidades. Además poseo una extraña pero deliciosa atracción hacia los viajes largos, sin importar el medio de transporte. Soy el afortunado y orgulloso portador de una ligereza a veces alarmante, a veces egoísta, pero que me ha dejado saborear la intensidad y la variedad de hartas aventuras, al igual que un comensal ha podido disfrutar de los mejores platillos en un portentoso buffet.
No es entonces de extrañar que mi decisión fuera afirmativa cuando me invitaron a un concierto de la gira Pop Mart de U2.
En principio, no parece haber nada demasiado emocionante en un concierto de los archifamosos irlandeses (aunque personalmente, el espectáculo y su calidad musical, son realmente una experiencia extraordinaria), pero las circunstancias sugerían un reto:
El lugar del evento en cuestión, mi situación económica y la persona que me había invitado; ella era una entrañable amiga, de profunda inteligencia y mirada tranquilizante. Mi economía por entonces era peor que frágil, decididamente sombría y tan sólo tendría que recorrer unos 1800 kilómetros para llegar al lugar del concierto. Era evidente que se me ofrecía una oportunidad que no podía rechazar.
Uno nunca se imagina la cadena de sucesos que se desatan una vez tomada una decisión. El claro ejemplo de ello fue el viaje de Ensenada, B.C. a San Antonio, TX. Desde que recibí la invitación, como dije, mi principal problema fue el dinero. Ni soñando tenía suficiente para pagar avión, tren o siquiera el autobús (es increíble la diferencia entre la primera clase mexicana y la americana, ésta es mucho más cara y los autobuses son los mismos que los recién reclutados gabachos tomaban cuando eran llamados a pelear en Vietnam). La idea de viajar de aventón me parecía la única manera -posible, aunque no del todo razonable- de llegar al concierto. Una serie de aventones me ahorrarían lo suficiente para darme una mejor vida durante el trayecto y tal vez comprar una camiseta del concierto.
Una vez resuelto el problema del dinero (me quedaría suficiente para comer en el camino y quizá tomar algún autobús intermedio en caso de quedarme varado) y del transporte, saltó inmediatamente el tercer problema: el tiempo. ¿Cuánto me tardaría en recorrer 1800 km? El concierto estaba programado la tarde de un domingo y yo no podía tomarme muchos días de la escuela, así que decidí salir el viernes por la noche y rogarle a Dios que unas cuarenta horas fueran suficientes para salvar la distancia con todos los posibles obstáculos y llegar antes de las seis de la tarde del domingo a San Antonio. La decisión estaba tomada.
Aproveché que unas amigas iban a pasar el fin de semana en Mexicali para tomar mi primer aventón, el cual estuvo excelente; no sólo por viajar con gente conocida, compañeras de la escuela que vivían también en la Playa de San Miguel, sino porque hicimos todas las paradas necesarias para apagar con caguamas heladas la 'bocaseca' y la tensión producidas por el consumo de mariguana y cristal. Mis primeros ciento cincuenta kilómetros estuvieron saturados de música, alcohol, drogas y “buena cura”, como dicen algunos norteños. Una vez en Mexicali, mis amiguitas tuvieron el fino detalle de hacer una escala con 'el bueno' (un poco más de mota y dos papeles de cristal, ya que el consumo había sido fuerte en esta primera etapa) antes de dejarme en la garita para pasar de Mexicali a Caléxico.
La patria quedaba a mis espaldas.
Un poco zumbado, me dirigí hacia el punto de revisión. No traía papeles (tenían tiempo de haberse vencido), pero eso era peccatta minuta. Me dispuse a interpretar el papel de Eric, el estudiante americano que vino de visita a esta hermosa República Mexicana y que se dispone a emprender el viaje de regreso a casa. Después de verme con una expresión de 'que cara traes, maestro' y escuchar mi breve pero convincente historia del extravío de mi ID ('partying, officer, ya know...') y lo único que deseaba era apurarme para alcanzar el autobús a Los Ángeles y llegar al supuesto hogar, un seco pero cortés "Welcome" salió de la fruncida boca de la oficial (creo que después de cuatro litros de cerveza, tres gallos y medio gramo de cristal, ni el acento se me notaba). Así que al filo de la una de la mañana, me encontraba caminando hacia el norte por la carretera estatal 86 en dirección a la interestatal 8, que me llevaría hacia el este, bordeando casi mil kilómetros a lo largo de la frontera hasta el estado de Texas.
Pasé a comprar un par de 'sodas', chicles y tabacos para el camino; era todo lo que necesitaba, tratar de comer en la prendidez del cristal era como tratar de comer waffles con cajeta estando muy crudo. Estaba listo, todo conforme al plan y sòlo tendría que esperar los imponderables que necesariamente surgirían durante el viaje.
Pensé que difícilmente hallaría a alguien con mi dirección hasta no llegar a la ocho. Eran unos diez kilómetros de caminata que me parecían nada al poder de la metanfetamina, el calor del etílico y a la anestesia del tetrahidrocanabidiol. Eufórico y medio tembloroso comencé a recorrer terruño gringo, sin imaginarme que el primer imponderable de mi viaje estaba como una liebre a punto de brincarme de repente.
No había recorrido ni medio kilómetro cuando una patrulla de la Highway Patrol se detuvo bruscamente delante de mí y el oficial, fierro en mano, en menos de diez segundos había realizado una prodigiosa transformación del 'juego de manos': las mías sobre la patrulla y las suyas cateando mi nervioso cuerpo. En esta variante del juego, el único villano parecía ser yo. Como cualquier macizo que se precie de serlo, la droga estaba bien clavada y el 'chequeo de rutina' sólo quedó en eso. Después de media docena de preguntas, su correspondiente respuesta y una ligera disculpa, estaba de vuelta andando sobre la carretera 86, ligeramente más tembloroso que al principio, pero satisfecho de que el plan seguía marchando bien.
Llegué en poco tiempo a la ocho y tomé rumbo hacia el este, había bastante tráfico de trailers a pesar de la hora, así que pensé que no tardaría en tomar mi primer 'ride' y mi dedo gordo comenzó a brillar por las luces de los camiones que circulaban velozmente. Desgraciadamente, pensé mal. Caminé y caminé y ningún desgraciado trailero tuvo la gentileza de llevarme. Como a las cuatro y media de la mañana, hice una pausa para ver las estrellas y la luna que estaba apenas saliendo, fumar un poco de mi pipa y darme un pase de crico. Todo estuvo maravilloso, pero inmediatamente después de inhalar, me inundaron unas terribles ganas de cagar, ni modo, efecto secundario. Desgraciadamente, el próximo poblado estaba aún muy lejos y regresarse era una locura. No, no podía abdicar por una simple cagada. Caminé un poco más a lo largo de interminables campos de siembra y a unos trescientos metros terminó mi angustia. Divisé entre dos parcelas un par de letrinas: No estaban impecables - sólo nuevas deben estarlo- y como de noche todos los gatos son pardos, la visión que se presentaba ante mí era un poco menos que per-fec-ta. Aquí confirmé la importancia de llevar papel higiénico en abundancia cuando uno sale de viaje. Me felicité por mis precauciones y me preparé para ir a despedir a un amigo del interior.
La noche era clara y fresca. No se veían ya las luces de Mexicali y no parecía haber más que unas cuantas lámparas perdidas en la inmensidad de la noche, lejos en el horizonte. El tráfico había disminuido notablemente y sólo esporádicos motores interrumpían al silencio de la noche, no callaban a los grillos, a los sapos, a las criaturas que corren o se arrastran a los lados de la carretera, al sonido del viento danzando con las hojas que le suspiran excitadas al oído. En medio de la nada y el silencio no sentí la abrumadora soledad, no. Sentí que el cielo es igual en todos lados y la luna nos ilumina a todos. Reconocí un terreno que jamás había pisado porque en ese momento era yo el viajero que considera el mundo como la propia casa. Esta visión, tan obscura y confusa, de plantas, tierra y agua, podía haber sido el arroyo de San Miguel. Los grillos son transnacionales, los sapos son parte de una impresionante franquicia y el mundo es un pañuelo.
Una vez terminada la faena, seguí caminando. Para las seis de la mañana había comenzado a entender que cuando en las películas los trailers se paran para dar aventones es por eso: porque es una película. Seguí mi camino con la esperanza de que el día traería autos y los autos serían mi salvación.
Sin embargo la salvación llegó hasta las nueve y media de la mañana, después de ocho horas de caminata y poco menos de cincuenta kilómetros recorridos. La imagen de mi ángel de salvación no podía haber sido más estereotípica: un joven de cabellos largos y barba rubia, con una larga camisa blanca que bien podría haber sido una sotana recortada a la altura de la cintura y una sonrisa amable y despreocupada, manejando un deportivo blanco que le dio un toque celestial a su llegada.
Después del merecido agradecimiento y la obligada presentación, comenzó la tradicional plática-interrogatorio entre el que pide el aventón y el que lo otorga. Yo, inmerso en la mentira de mi personaje (estaba decidido a fingir en todo momento, por seguridad), no dejé de mostrar mi sorpresa al estilo gringo al escuchar su historia. Era un tipo tan alejado de un ángel como cualquier pecador: había estado dos veces en prisión (nunca me dijo porqué, sólo que había cometido un par de 'errores') y estaba en un proceso de limpieza, de integrarse a la sociedad finalmente como un ciudadano recto y totalmente alejado de la ilegalidad. Nadie quiere regresar a prisión. El desenlace de su vida criminal me pareció tranquilizador y me sentí bien hasta que divisamos una especie de puente con semáforos y un regimiento de policías federales formando un retén bastante amenazador.
"¿Y eso?" -pregunté. "Ah! Es sólo un retén para detener indocumentados, pero como nosotros somos 'americans', no hay problema. Sólo revisan la ID". Un frío intenso recorrió mi espina dorsal. Ya no había vuelta de hoja, estábamos a cien metros del retén y ya disminuyendo la velocidad, bajando las ventanillas y buscando la cartera para mostrar la identificación. "Mierda" -pensé- ¿Sería posible que el destino nos jugara esta pesada broma? Casi podía ver al ángel esposado y viéndome con ojos ahora diabólicos, observando al culpable de su retorno al bote. Y todo por haber extendido su mano amiga. Las consecuencias me parecían funestas. Me sentía llevado al paredón. Pero por un afortunado caso de confusión genética (¿o sería esta una demostración de la intervención divina?), el oficial que se asomó al flamante deportivo me tomó por uno de su raza y como el güero que me llevaba se veía mas gringo que el Hot Dog, nos dejaron pasar sin siquiera revisar las ID's (que yo seguía fingiendo buscar en mi mochila). Él, tranquilo en su ignorancia de la verdadera situación y yo con un nido en la garganta, seguimos nuestro camino hasta donde me podía llevar: Yuma, Arizona.
Yuma, una ciudad casi en el vértice de cuatro fronteras, California, Arizona, Baja California y Sonora, es una de las puertas del desierto. El paisaje cambia, la mezcla de razas y acentos hace de este lugar una curiosa mezcla de chicanos, indios nativos, mexicanos y gringos, que parecen haber levantado una ciudad donde escasean el agua y las sombras, donde nadie querría vivir en su sano juicio, pero que ahora se me presentaba como el pueblo que me recibía y me despedía al mismo tiempo y con la misma calidez. Mi primer día de viaje empezaba y debía darme prisa.
Para facilitar las cosas, pedí indicaciones para llegar a un centro comercial y compré un marcador grueso con el que escribí en un cuadrado de cartón "TUCSON". Aproveché para darme otro pase, otra visita al W.C. (que no disfruté tanto como la primera, pero esta vez estaba en los pulcros baños del Burguer King) y en quince minutos estaba de vuelta caminando sobre la carretera, con el pulgar levantado.
Mi segundo aventón no tardó ni cinco minutos en llegar. Una camioneta estilo Scooby Doo, pero bastante más maltrecha se detuvo y un tipo con peor tipo de vagabundo que yo me sonrió con sus disparejos y amarillos dientes: "Hop in! I'm on my way to Tucson!". Este cuate tenía una pinta de renegado sin moto, muy amable y bebiendo cerveza helada que gustoso compartió conmigo. No hay nada como la chela en ayunas. Después de un poco de plática, me preguntó si me gustaría fumar un poco de Mariguana. ¡Carajo! Las cosas no podían ir mejor. Sacó un portentoso churro que fumamos hasta que la risa se apoderó de nosotros y yo me sentía simplemente en una nube viajando a 50 millas por hora sobre la carretera interestatal 8. A pesar de que uno de los efectos de la mota es una relativista dilatación del tiempo, cuando me di cuanta ya habíamos llegado a Tucson. Le agradecí sus atenciones y me bajé de la nube.
De vuelta a la realidad, nuevamente escribí a la vuelta del cartón mi nuevo destino: "EL PASO". Seguí caminando, esta vez me dio tiempo de salir de la ciudad y mi tercer aventón me recogió ya bastante adentro del desierto. Era un viejecito regordete, muy simpático y con una cara rosada tras unas gafas que parecían de vista cansada. Se llamaba Bill. Me explicó que no iba hasta El Paso, pero que me daría ride hasta Las Cruces, Nuevo México. Me pareció bien y seguimos platicando. Me explicó que esta era una zona muy peligrosa, ya que aparte del clima, muchísimos inmigrantes ilegales pasaban por allí y que más me valía no encontrarme con uno de ellos, ya que casi todos eran criminales y gentes sin escrúpulos que seguramente tratarían de aprovecharse de mí. Fue entonces cuando me di uno de los peores sustos de mi viaje. Resultó que él era un oficial de inmigración retirado y que antes de llegar a Las Cruces, tenía que detenerse a ver a unos amigos en una oficina de inmigración. Me explicó que no se tardaría nada y que además todos sus amigos eran excelentes tipos. Seguramente yo les caería muy bien, un aventurero chico Angelino en su viaje al concierto de U2. Tal vez hasta encontraría entre ellos un aventón hasta El Paso. Nuevamente un sudor frío recorrió mi cuerpo. Un esfuerzo sobrehumano me mantuvo en mis cabales. Le contesté que me encantaría la idea. No sabía que hacer, el peligro era inminente. Ya para entonces faltaba poco para llegar a la supuesta oficina. Tenía que pensar en algo.
Se me ocurrió decirle que estaba muerto de cansancio y que deseaba esperarlo en el carro, dormido. No pareció sospechar nada. Finalmente entramos a un terreno a un par de kilómetros de la carretera. Junto a las oficinas de inmigración había un aeropuerto donde se daban cursos de paracaidismo. Se podían ver los paracaídas aterrizando y las avionetas despegando grácilmente. Me dieron ganas de bajarme a ver el espectáculo, pero el miedo a ser descubierto me mantuvo en el vehículo. Obviamente, no tenía nada de sueño. Pero cerré mis ojos y traté de pensar en otras cosas. Los minutos me parecían horas y la imagen de un grupo de curiosos oficiales de la migra acercándose para conocer al nuevo amigo de Bill, llenaba mi cerebro de sobresaltos. Al cabo de un rato que me pareció interminable. Regresó Bill. Afortunadamente solo y con esa peculiar sonrisa entre sus mejillas chapeadas. "Let´s go!" - me dijo- y sentí un alivio al dejar tras de mí el connato de conocer más a fondo a un grupo de tiras migratorios. Llegamos a Las Cruces en la noche. Sabía, por mi experiencia de la noche anterior, que sería casi imposible conseguir un aventón a estas horas, así que le pedí que me dejara en la estación de autobuses. Gracias Bill, hasta nunca. Ya aliviado, compré un boleto hasta El Paso (de todos modos, no me alcanzaba para llegar más lejos). Y en la madrugada del domingo, estaba llegando a El Paso.
Era aún de noche y el viento estaba helado. Hacía un frío increíble. De la terminal de autobuses caminé hasta una gasolinera en las afueras de la ciudad. Estuve un buen rato tratando de convencer a cualquiera que me llevara, pero sin éxito.
Finalmente, una pareja amable y considerada se ofreció a darme un aventón. Me explicaron que iban hacia Dallas, pero que me dejarían en algún lugar antes de la bifurcación, sin desviarme del camino a San Antonio. La pareja resultó de lo más amable. Hacían un viaje extenuante desde California hasta Massachussetts. Me confesaron que fumaban mota, pero que se les había acabado en algún lugar de Nuevo México. Por supuesto les ofrecí de la que yo traía, que aceptaron encantados. Fumamos, bebimos café y comimos donas mientras platicábamos plácidamente. Gracias a la computadora portátil que traían, localizamos el lugar exacto de la encrucijada. No mencionaba ningún pueblito, pero pensé que seguramente habría algún lugar seguro donde me podrían bajar. Nuevamente, pensé mal. Faltando un par de millas para llegar a este punto, vi un estacionamiento de traileros. Faltaba ya muy poco. Sobretodo viajando a 90 millas por hora. En eso, la bifurcación apareció de repente. No había nada. Nada. Ellos tomaron rumbo a Dallas, pero sabía que el poblado próximo estaba a unos 60 kilómetros de allí y sería muy difícil encontrar una manera de regresar al camino. Tomé una decisión rápida y alocada. Les pedí que me bajaran allí mismo. No querían hacerlo, ya que realmente no había nada. El último poblado -Van Horn- lo habíamos dejado 40 millas atrás. Se notaban preocupados. Nos detuvimos y evaluamos la situación. Incluso se ofrecieron a llevarme lo más rápido posible a Dallas, para que de ahí tomara otro aventón al sur, hacia San Antonio. Pero era añadirle 350 kilómetros a mi viaje. No había tiempo. Faltaban un poco más de doce horas para el concierto y aún estaba a más de 700 kilómetros de mi destino. Ni hablar. Les di las gracias y bajé del carro. Lo único que se me ocurrió fue regresar hasta donde estaban los trailers. Fueron un par de kilómetros que corrí con angustia. Estaba a tan sólo 80 kilómetros de la frontera, así que probablemente había policías de inmigración en el área. Mi angustia fue tal, que me deshice de lo poco que me quedaba de droga, por si me agarraba la migra (no me fueran a imputar tráfico de estupefacientes, si me agarraban). También sabía que sería difícil que los traileros me dieran ride, aunque para cuando llegué allá y casi todos estaban arrancando motores, me di cuenta que sería imposible. Me dieron negativas en todos los tonos y modismos posibles.
Cuando estaba a punto del colapso nervioso, vi un motorhome estacionado, también con los motores en marcha y al chofer recogiendo las mangueras y alistando todo para salir de inmediato. No sé si fue mi cara de desesperación o si nuevamente disfruté de la intervención de mi Dios salvador, el caso fue que me dejó subirme. Me explicó que el vehículo no era suyo, que su chamba consistía en llevar casas rodantes a distintos lugares de Estados Unidos (vaya trabajo) y que el seguro le prohibía llevar pasajeros. Así que sólo me llevaría hasta el siguiente pueblo: Fort Stockton.
Era suficiente para mí. Le agradecí de todas las maneras posibles, aunque no cometí la imprudencia de ofrecerle un gallo, menos un pase. Le regalé las donas que llevaba. Así que para las nueve y media estaba yo de nuevo en la civilización y - por lo pronto- a salvo.
En Fort Stockton hice otro letrero. Esta vez decía "SAN ANTONIO. U2 CONCERT". Hacía bastante calor y caminé por la carretera hasta que nuevamente, una camioneta se detuvo.
La manejaba un típico gabacho, con dos niños de no más de cinco años. El niño sufría de labio leporino y la niña era de una blancura tal, que casi parecía albina. Todo parecía más o menos normal, hasta que comenzamos a platicar. El tipo en cuestión era nada menos que un ¡prófugo de la justicia! Al parecer, su exesposa le había quitado la patria potestad de los niños y a este desquiciado se le ocurrió raptarlos del kindergarden y llevárselos lejos. Lo acusaban de desequilibrio emocional y violencia, aunque él juraba que era un pan de Dios. Yo no sabía que pensar al principio, pero una vez que el niño trató de acercarse a mí, le soltó un bofetón increíble y a gritos y sombrerazos lo puso de vuelta en su sitio. Cuando la niña iba a llorar, también recibió un par de gritos ensordecedores y palabras que hasta un pandillero hubiera resentido. ¡Me lleva la chingada! ¡Con quién fui a parar! En lo primero que pensé fue en aplicar la técnica de "Estoy sumamente cansado, voy a dormir un poco", pero al mencionarlo, el tipo explotó y me echó en cara mi descortesía después de que me había ayudado amablemente y pensaba llevarme hasta San Antonio. Me disculpé y lo tranquilicé platicándole un poco. Le dije que me encantaría charlar con él y que sería una buena oportunidad de conocernos mejor. Lo invitaba a mi casa en Los Ángeles y creo que hasta le ofrecí a la más bella de mis hermanas, aún virgen. El detalle le pareció lo suficientemente amable y me siguió platicando con una sonrisa como si nada hubiera pasado. Me pidió mi dirección, con pelos y señales para llegar hasta mi propia cama, la cual le di sin chistar. En ese momento lo único que quería era no tener problemas, menos con un psicótico como él. No sabía de lo que sería capaz.
El tipo habló y habló. Por alguna razón salió el tema de México y el imbécil afirmaba que en mi país el agua potable la sacaban del drenaje. Decía con aires autoritarios que la esclavitud era una práctica extendida por toda la República y que en la mayoría de los hogares ni televisión existía. Despotricó contra mi pueblo y mi tierra como si supiera que yo era mexicano y me quisiera ofender realmente. Me tuve que tragar todos mis argumentos, aunque en el fondo yo sonreía con ironía y pensaba que estaba a un lado de uno de los seres más despreciables y desculturizados del mundo. Afortunadamente, no tuve que aguantar demasiado, ya que decidió que todos (y afirmó que sobretodo yo) necesitábamos un baño. Nos detuvimos a cargar gasolina (para lo cual me pidió dinero), desayunar y bañarnos. La verdad es que todo esto me cayó de perlas y para cuando regresamos al auto, ya estaba yo de otro humor. La verdad sólo me quedé con él porque sabía que era un aventón seguro a San Antonio. Tomé el riesgo y para las tres de la tarde, estábamos a media hora de mi destino final.
Es difícil describir el alivio que sentí cuando vi el estadio de basquetball* de San Antonio. Estaba justo a un lado de la carretera, en las afueras de la ciudad. El paisaje de una ciudad tan grande en medio del desierto era majestuoso. Un arrogante y claro ejemplo de primer mundo. Tomamos la primera salida y llegamos a la calle donde se encontraba el estadio. Al detenernos y verlo de cerca, apenas se veía algo de gente. En una marquesina luminosa decía "Today U2 Pop Mart Tour 18:00". En eso, el tipo me dice que aún tengo tiempo, que los acompañe a dar la vuelta por la ciudad y que gira hacia el sentido opuesto del estadio. "¡¡Me lleva la mierda!!". Vi el estadio alejarse, pero conservé la calma. Le expliqué que tenía que verme con alguien antes, así que deseaba bajarme ya. Pareció molestarse, no dijo nada y siguió conduciendo. Yo no quería enfadarlo más, pero amablemente seguí insistiendo. Se me ocurrió sugerirle que me dejara invitarles un helado a él y a los niños y que después de eso me dejara irme. Los niños exclamaron entusiasmados, pero una simple mirada reprobatoria los puso de nuevo callados en sus asientos. Aún así, accedió al helado y nos detuvimos frente a la primer heladería que encontramos. Allí se quedaba mi camiseta de U2. Por un momento pensé en irme corriendo, pero parecía que la cosa estaba más tranquila. Después de los helados, seguimos paseando en el carro, y mi alivio fue más bien un éxtasis cuando finalmente vi de nuevo el estadio presentarse delante de nosotros. Al llegar a la entrada, le di las gracias, reiterando mi invitación a la casa si alguna vez necesitaba algo. Al parecer, me dijo que me esperarían hasta que llegara mi amiga, pero ya no pude oír porque ahora sí estaba corriendo lo más rápido que podía, lejos de allí.
Así que a una hora y media del concierto estaba yo en el lugar de mi cita, con el sol de la tarde iluminando mi rostro. Toda la ciudad tenía ahora una tonalidad dorada, una claridad prístina y un ambiente de emoción. Me rodeaban gentes por todos lados y me preguntaba cuántos de ellos habrían pasado aventuras similares para llegar al mismo lugar. Mis pensamientos iban y venían entre la gente, hasta que a lo lejos reconocí a mi amiga. Venía caminando hacia mí con una sonrisa enorme y unos ojos tranquilos. Me acerqué yo también. "Lo logré" -dije- apenas conteniéndome del orgullo y la emoción que dan los grandes logros de la vida. Se acercó a mí, me abrazó y me susurró al oído: "Lo sé. Bienvenido".
Dedicado a Rocío.