lunes, marzo 07, 2005

El Laberinto y La Orquídea (parte III)

Esa semana pasó sin novedad alguna y el corazón latente seguía habitando la misma hoja doblada dentro de un bolsillo del estuche de Facundo, casi gimiendo por la tristeza y el olvido. Cada día que pasaba se sentía más solo y desesperado. Cuando estaba a punto de claudicar, de parar sus latidos, Facundo lo sacaba y acariciaba, consolándolo e infundiéndole fuerzas para aguantar vivo hasta el día en el que Pamela pudiera tenerlo en sus manos. Sabía que cuando eso pasara, su corazón no podría dejar ni un solo minuto de vivir con el gusto de haber sido la razón de haberse conocido.
Poco faltó para que Facundo perdiera la noción del tiempo mientras esperaba encontrar a Pamela. Pasaba los días sentado en escaleras que no parecían llevar a ningún lado. Se hizo la costumbre de dar breves paseos por el Vergel, mientras charlaba con su propia sombra, que era tan real como las rocas y animada hasta el extremo de que Facundo llegó a sorprenderla mientras hurgaba entre las otras sombras de árboles y bancas el matiz de la tristeza y el recuerdo perdido de su descanso, con el que podía entretenerse mientras seguía a Facundo por los secretos arrinconados de su existencia.
Durante uno de esos paseos, Facundo se extrañó de que su sombra se le adelantara durante breves instantes a sus propios pasos, tratando de evadirlo y sudando pequeñísimas gotas de oscuridad fugaz al tratar de zafarse del mismo cuerpo que la proyectaba.
Y Facundo respiró entonces un aire que se parecía mucho a la alegría. Levantó la vista y encontró en las escaleras infinitas y soleadas a Pamela. Llevó su mano a la bolsa y sacó el corazón cuasimarchito, confundiendo sus venas y arterias con las arrugas del papel, pero aún latiendo fuertemente, portando la misma belleza con la que Facundo lo había plasmado en la hoja de papel. Caminó hacia ella y le entregó la hoja. –Es para ti.
Pamela tomó el corazón y mientras trataba de explicarse aquella extraña escena, lo guardó en un cajoncito de su estuche que –curiosamente- nunca había abierto y le dio las gracias. Le habló por algunos minutos, con palabras que Facundo jamás pudo entender, pues nuevamente los profundos ojos verdes de Pamela le arrebataron la razón y sus canicas rodaron y rodaron en su cráneo hasta que poco a poco volvieron a estabilizarse en el centro y sólo entonces pudo atinar a darse cuenta que Pamela tenía rato de haberse ido.
Después de aquel encuentro, la razón de aquella vida de interminable soledad su volvió una lucha desesperada por encontrar nuevamente la emoción de la voz y los osos de Pamela. Fueron muchas las noches sin estrellas las que pasaron por el corazón del Facundo irreconocible. Cambió su vida hasta el grado en el que ya no se dio ni un minuto de descanso en la búsqueda del sentimiento encontrado y perdido. Se dedicó a buscar un tesoro que difícilmente podría describir con imágenes de cualquier clase y las palabras, los adjetivos, perdieron todo el sentido de calificar o describir lo que sentía.
Después de aquella tarde, Facundo se encontró varias veces con Pamela y trató de arrancarle aquella sonrisa traviesa con la que la había conocido. Sin embargo, Pamela no sólo no le sonrió, sino que demostró fría y ausente, como si viviera apenas perceptible a la ansiedad y a la locura inexplicable de Facundo y la desesperación del pobre se volvió dura y escamosa; sus lágrimas se volvieron de vidrio y el carácter tan distraído que hasta su propia sombra comenzó a guiarlo, por temor a que fuera a perderse en el laberinto de su propia tristeza.
Los días siguieron su cauce normal y el recuerdo de Pamela le iba dejando un rastro cada vez más profundo, como una vereda que se abre paso entre la selva, contundente pero frágil, que contra la presión del follaje terminó por convertirse en el recuerdo simple de un amor sometido al rechazo y dignificado en la nostalgia, en el olvido. Facundo comprendió entonces que había tratado de poseer algo que no conocía ni se explicaba; dejó al tiempo la tarea de enseñarle a su razón la infinita ausencia, la carencia, de los ojos verdes de Pamela.
Durante varias semanas siguió confundido, pues deseaba fervientemente ser parte de ella, aunque no podía hacer nada al respecto. Tal vez era la constante e inexplicable indiferencia de ella lo que Facundo no entendía. Tal vez era que Pamela era tan extraña y especial, como una orquídea de las mujeres, que Facundo no podría llegar a saber lo que pensaba, lo que sentina, lo que quería y probablemente si lo querría a él, pero de una manera incomprensible para él, como si fuera ajena a sus sentimientos, sumamente obvios y distinguibles aún vistos de reojo.
Sin saber realmente porqué, Facundo comenzó a cambiar desde aquella tarde. Los sueños comenzaron a ser mucho más reales de lo normal y su vida adquirió un matiz suave pero contundente, como si estuviera resignado a vivir siempre dentro de una locura muy personal, única. Facundo ya no quiso intentar nuevamente el acercamiento que había sido su obsesión durante un par de meses. Volvió a vagar entre el Vergel y nuevamente cayó en el letargo incomprensible y en los sueños eternos.
Todo siguió así durante mucho tiempo. El paisaje adquirió tonos grisáceos y metálicos. Las lluvias invernales nuevamente llegaron y acosaron torrencialmente al pequeño pueblo durante semanas enteras. Una de esas tardes grises, Facundo descansaba bajo uno de los techos artificiales en medio del bullicioso silencio, cuando vio que su sombra, ahora muy tenue, comenzó a temblar sobre el suelo. “Debe ser el maldito frío” –pensó. Pero olvidó el frío, las noches y el hambre cuando escuchó justo enfrente de él la voz ronca, ligera y amable que tan grabada estaba en sus entrañas: “Hola” –dijo la voz- “¿Te acuerdas de mí?”. La voz era de Pamela y salía de la boca risueña y audaz que Facundo recordaba perfectamente.
Los eventos de aquella tarde nuevamente cambiaron la vida de Facundo, porque entendió que el destino lleva un cauce propio y desesperado que no es regulado por el deseo, sino que es una barcaza movida por un viento invisible e imperceptible. Es el cauce inconsciente de los sueños propios, impulsado por el deseo de vivir la vida como nosotros queremos. Es la eventualidad potenciada por la vida. Es lo incomprensible y lo maravilloso. Los sucesos modificados no por el cuerpo, sino por el fondo del estuche que tenemos afuera de nosotros; el estuche que guardaba el propio corazón de Pamela y que Facundo nunca se permitió ver sino hasta la tarde lluviosa y diáfana en la que la vio con los ojos del alma, hasta que permitió que el amor decidiera por él mismo. Entendió que cada persona es un universo propio, que no se puede juzgar ni forzar, que no se puede esperar nada a cambio de nada. Entendió que las personas tenemos sentimientos que no viajan en papeles con vida propia ni se regalan de un estuche a otro, sino que se entregan con la correspondencia simple de la sinceridad abierta y de la verdad desnuda que tanto buscaba Facundo.
La gente que llegó a observar esta escena, cuenta que hablaron durante horas bajo la lluvia y siguieron hablando y acercándose hasta que la lluvia había pasado y los rayos de sol secaron sus estuches mojados. Al final se fueron juntos y mucha gente –al verlos partir- cayó en la cuenta de que los laberintos del alma guardan una orquídea que espera y los estuches suelen esconder un miedo a dar lo que no tenemos, sólo porque no nos hemos dado la oportunidad de sentirlo, de vivirlo. Lo cierto y extraño es que ni a Facundo ni a Pamela se les volvió a ver de nuevo por el Vergel de Loyola –ni juntos ni separados- y se oyó decir mucho tiempo después que el estuche de Facundo había sido hallado –intacto- bajo uno de los techos para protegerse de las lluvias de noviembre y meses después, un gitano afirmó haber visto a un fotógrafo comprando el estuche de Pamela en un bazar de Puerto de Gaita, para usarlo de modelo fijo.
Yo quiero pensar que hay dos almas viajando por el mundo. Invisibles. Creyéndose mutuamente y entendiendo que la razón de vivir no se encuentra detrás de una pared soleada ni de un sueño clandestino, sino volando dentro de un estuche que no ve la hora de ser destruido de golpe, decidiéndose a ser libre en el laberinto que contiene a su propia orquídea.