viernes, marzo 04, 2005

El Laberinto y La Orquídea (parte II)

Facundo vivía en un mundo propio, vago e intenso. Despertaba con los amaneceres sinceros y con las mañanas lluviosas. Tenía un carácter agrio pero amable. Era solitario y enajenado de su propia existencia. Tenía el carácter nostálgico y embriagante de los viajes continuos porque más que cualquier otra cosa en la vida, le gustaba viajar. Viajaba porque se consideraba un explorador, un descubridor. Buscaba verdades hasta por debajo de las piedras; y conocer el mundo le causó tal fascinación que pensó que jamás podría quedarse en un solo lugar por mucho tiempo. Debido a esto, su propio corazón comenzó a vivir con la triste ambigüedad de amar a la soledad y extrañar los recuerdos, que lo mantenían despierto en las noches frías y lo arrullaban en los atardeceres soleados, ambos llenándolo de una deliciosa, profunda e inefable melancolía. Meditaba constantemente y la extraña sensación de los sueños despiertos le causó un encanto tan extraño y agradable, que decidió no volver nunca por completo a la realidad, que lo alejaba de la calma interior y lo empujaba frenéticamente a la locura temporal (muy parecida a la locura total, sólo que curable). Para él, el mundo era una mezcla de sueños y pensamientos que se condensaban en la triste realidad de su memoria. Pisar el mundo era sólo estar amarrado, aferrado a la materia que lo formaba y Facundo quiso ser libre en un mundo que hacía y deshacía a su antojo, con la buena fortuna de ver “realizados” sus deseos y con el triste y resignado anhelo de poder llenar su mundo con el vacío de la esperanza.
Facundo vivía ensimismado en sus sueños, por los continuos aletazos de su propia conciencia, por la búsqueda ferviente de las montañas más difíciles de escalar, por la inmensa tranquilidad del mar y por la esperanza de sentirse el único cuerdo en un mundo de locura senil y desesperada. Era radical y progresista, le gustaba la metamorfosis y los cambios drásticos. Le emocionaba la aventura y tenía la extraña virtud de mantenerse dichoso hasta en las adversidades más crudas de la vida. Extrañaba sus recuerdos en fotografías pegadas en las paredes de su casa. Se nutría de soñolientos repasos de su existencia mundana y casual, que adornaban las orillas más alejadas de su conciencia. Creció en un mundo imaginario que había creado sólo para su persona y lo preparó siempre para que cuando alguien quisiera compartirlo, sólo tuviera que acercarse lo suficiente como para entender que lo más importante en el mundo de Facundo era que compartieran su propia existencia. Nunca imaginó que su destino estuviera marcado para cambiar de la forma en la que lo cambió Pamela. Desde la primera mirada entendió que su vida nunca más sería como hasta ese momento y sólo entonces comprendió porqué los días se volvieron extraños intervalos de lucidez, renovada mensualmente por la víspera de encontrar a Pamela en la tibieza de las mañanas, obligadas a ser tropicales en el cauce violento del arroyo que rodeaba al Vergel de Loyola.
Cuando Facundo conoció a Pamela, deseó con toda su alma que fuera ella quien decidiera entrar en su mundo. Sabía que había en éste un lugar para ella y que el amor sería tan grande entre ellos, que llegaría el día en el que no podrían dejar de amarse. Las horas del amor y del deseo se volverían sofocantes espasmos de felicidad en un oscuro y amargo desierto de melancolía, en el que sólo vivían los sueños interminables de Facundo.
La vio por vez primera en una tibia mañana de junio, mientras meditaba sobre el extraño color de las cosas que –según él- variaba con los estados de ánimo de la naturaleza.
Pamela caminaba en la plaza del Vergel de Loyola, con un aire audaz y despreocupado. Facundo despertó del letargo para quedar absorto en ella: en su cuerpo, natural y sin afeites, sin adornos. Lo primero que observó fueron sus labios: gruesos y sensuales, que dejaban entrever una sonrisa traviesa e insolente. Luego sus ojos, verdes y profundos, del color de las hojas del bosque. Mágicos eran. Tanto, que hablaban por sí solos, tanto que hechizaban todo lo que veían y los objetos parecían rendirse ante su mirada, mostrándolo todo. Sus ojos coronaban una nariz redonda y agradable. Sencilla. Su piel era clara y tersa. Se adivinaba tan suave, que parecía como si acariciara al mismo viento. El mismo viento que sacudía a su cabello quebrado, castaño y sutil, sobre su cuello, casi tan sensual como su boca. Sus pechos, grandes y firmes, se cubrían por una camiseta blanca y un chaleco de piel oscura que combinaba con sus piernas, cubiertas por unos pantalones de mezclilla clara, que terminaban en un par de botas negras de hombre. Era tan hermosa que con sólo verla se podía aspirar el olor de su perfume y se podía escuchar el timbre de su voz, ronca y delirante, aún en medio del bullicio del mundo entero. Y Facundo pensó entonces con certeza que había encontrado a la mujer más hermosa que jamás había visto en su vida.
No pasó un solo día desde aquella mañana sin que Facundo perdiera la noción del tiempo soñando con el recuerdo de Pamela. Los días fueron lentos e irremediables por el susto de no volver a verla jamás. Debido a ese miedo tan intenso –como apretado dentro de la mortaja de un ahogado- Facundo decidió regalar un trocito de su corazón a Pamela, para que ella pudiera conservar el sonido del viento y el ansia de cariño en cualquier cajón de su estuche. Así que tomó una hoja en blanco e iluminó consciente y depuradamente su corazón rojo, siniestro y agradable, lo vació por completo, empapando las fibras del papel con su sangre y en cuanto terminó, sus ojos se depositaron sobre su nueva obra, suspiró y entonces el papel comenzó a latir como si tuviera vida propia.
Al leerlo se sentía tan bello y perfecto que las personas que lo llegaron a ver sucumbían a la nostalgia amarga y profunda de los ancianos cuando recuerdan su niñez, la misma que sentían los marineros por su tierra, la misma que ahora apretaba el alma de Facundo con tal fuerza que sin darse cuenta empezó a sentir de cerca a la mismísima Muerte y tuvo miedo de no volver a ver unos ojos tan verdes y misteriosos como los de Pamela, que le devolvieran el sentido al atardecer soleado de aquél antiguo verano.